Cultura cívica

Cultura cívica

Según el último informe PISA los estudiantes extranjeros en España están entre los que más a gusto se encuentran en la escuela. No es un dato trivial ni accidental. Lo que llamamos sistema educativo de la democracia – que consiste en diversas variaciones sobre el esquema LOGSE –se ha revelado como una herramienta eficaz para preservar el clima de convivencia y de integración social en los últimos decenios. Unos decenios definidos por el incremento del alumnado extranjero en España – que se prácticamente se multiplica por 10 en una década – y por la profunda crisis del 2008 que supuso, de facto, la nacionalización de la banca en casi todo el mundo desarrollado.

Incluso en los peores momentos de la crisis, en España se ha podido pasear por las calles y convivir en las ciudades de manera significativamente mejor que en las calles y las ciudades de muchas grandes naciones de Europa. Nuestro sistema educativo no es ajeno a este hecho que, seguramente, ni siquiera estaba en la cabeza de quienes lo diseñaron, pero que no por ello merece menos reconocimiento ni reflexión.

Pero mientras que podemos decir que nuestra cohesión social básica ha resistido mejor que otros países de nuestro entorno los embates de la crisis, la cohesión territorial no, y preservar esta cohesión territorial es también una de las grandes misiones y valores de un sistema educativo sano. En algunas calles de España hoy en día ya no pasea todo el mundo con la misma confianza y seguridad de hace 20 años y diversas y sutiles formas de agresión psicológica y presión social – concedamos que las no sutiles sean excepciones – asfixian la sana expansión de los afectos, los argumentos y las ideas de la sociedad española

Lo cierto es que, aunque no sea solo responsabilidad suya – ni mucho menos- en la configuración de una conciencia territorial española, una conciencia diversa, respetuosa, ilusionada y solidaria, la escuela de la democracia ha sido un descomunal fracaso. Entregada legislatura tras legislatura a las exigencias de quienes siempre quieren que haya menos vínculos políticos y menos solidaridad entre los ciudadanos de España. Ofuscada hasta la estupidez por el eterno debate sobre grado óptimo de laicidad en nuestras escuelas – que tiene su importancia pero no es ya el quid de la cuestión como lo era en el siglo XIX – la educación cívica española, la educación para su ciudadanía – bien lo vemos– no ha servido, ni siquiera de manera mediocre, a los intereses generales de los españoles.

El sistema educativo de la democracia ni ha sabido ni se ha querido que trabajase en serio la constitución de una conciencia cívica sana, crítica y, sobre todo, común. Es decir, una conciencia en la que formar parte un cuerpo político común – que se llama España pero podemos llamar como los españoles queramos si “España” no nos gusta – es uno de nuestros principales valores sociales, económicos y humanos.

No hablamos, por tanto, de poner o quitar la signatura de educación para la ciudadanía – que visto lo visto no nos viene nada mal -, sino de que, al menos en la escuela, se tenga la experiencia fundamental de que ser español mola. No mola más que ser francés o alemán, simplemente tampoco mola menos. Y si esto es así no es sobre todo por un pasado al que le sobran fantasmas y leyendas, sino por el presente de la España que hay y el futuro de la que debe haber. Es decir, por la responsabilidad moral que unos españoles tenemos realmente sobre otros y porque, además, esa nueva ciudadanía europea que la humanidad necesita para progresar necesita, a su vez, del aporte específico que la ciudadanía española tiene que hacerle.

Pues bien; la ilusión de ser español y la conciencia de que hay muchas formas distintas de serlo que también debemos conocer, amar y respetar, porque también son nuestras, es un derecho cívico fundamental que la clase política le ha negado proactivamente a dos generaciones de jóvenes españoles.

Esta realidad fundamental, este vacío pavoroso del Estado y de la Nación española en la educación formal de nuestros jóvenes – un vacío que no es solo educativo sino que afecta a toda nuestra vida cultural –, explica que el ámbito autonómico se haya encontrado con que toda la vertiente cognitiva, afectiva y simbólica de la educación cívica era cosa suya. La escuela misma – y no hablo solo de Cataluña, hablo de Andalucía, la Rioja, Extremadura, etc… – ha terminado por adoptar como seña cívica primordial el triste juego entre los de aquí y el resto, reduciendo al Estado Español a una formalidad jurídica simpática, en algunos casos, y antipática en otros.

Así aberraciones como las de que Madrid roba, los catalanes hablan distinto por jorobar, España, realmente, no existe, o los de aquí somos más listos y tenemos un andar más varonil, no solamente no se han topado de frente con la escuela pública y privada, como debiera – de la Universidad mejor ni hablamos -, sino que han encontrado en ella eficaces caldos de cultivo. Entre otras razones porque la propia carrera docente se ha vinculado, con frecuencia, a la defensa de estas mismas consignas.

¿Y ahora qué hacemos? ¿Pelearnos para ver qué cabeza hay que cortar? Pensamos que esta lógica ahonda más el problema y estamos convencidos de que solamente hay un camino: aprender la lección y sacar, de donde las tengamos olvidadas, la ilusión, la alegría y la inteligencia que merece nuestra convivencia. No podemos seguir haciéndoles esto a nuestros chavales.

 

 Ignacio Quintanilla Navarro
Vicepresidente

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