En unos hermosos versos del Hiperión de Hölderlin, casi al comienzo, leemos: dichoso el hombre al que una patria floreciente alegra y fortalece el corazón. Escritos en plena efervescencia nacionalista del tránsito entre los siglos XVIII y XIX, la historia mostraría bien pronto a los europeos las luces y las sombras de este anhelo tan humano.
Pero con luces y con sombras, la intuición del poeta nos confronta con una realidad política importante. La convivencia política genera y se nutre, también, de afectividad. Vivir la responsabilidad que unos españoles tenemos con otros no es solo un precepto contractual o normativo, es una vivencia. Y esta vivencia forma parte del patrimonio cívico que una generación de españoles debe trasmitir a la siguiente. Vamos a hablar, por tanto, de sentimientos, aunque sea un tema peligroso y, sobre todo, difícil.
A medida que las tecnologías del conocimiento automatizan y globalizan la información significativa, el sentimiento cobra un papel mucho más importante en la tarea de educar – en general – y en la formación cívica en particular.
El mundo de las emociones y los sentimientos no es exclusivamente el mundo de la vida privada. En la emoción humana, además de arcaicos mecanismos evolutivos, resuena también siempre, como horizonte, la humanidad entera. Y la humanidad entendida, además, como comunidad política ideal y definitiva. Al menos así ha sido en Europa y esa ha sido la bandera que ha escogido enarbolar la cultura occidental.
Pero entre ese polo mínimo de la privacidad individual y ese otro polo máximo de la humanidad al completo – de la comunidad de todos los humanos que han existido, existen y existirán – discurre una hermosa escala de grupos, contextos y ámbitos en los que la efectividad humana se despliega de manera espontánea y necesaria. La pareja, la familia, los amigos, los colegas, los vecinos y también, desde luego, los conciudadanos, los compatriotas.
La noción de compatriota y patriotismo que tenía en mente Hölderlin está, seguramente, superada. Felizmente superada, porque asumía dos postulados erróneos. Uno es ese de la patria está por encima de todo, que supone, de facto, el bloqueo de la verdadera moral y de la verdadera política al ubicar la patria por encima de valores tan básicos como la justicia, la persona o la solidaridad. El otro es esa versión decimonónica del estado-nación, ya se sabe: lengua, tierra y sangre, que sorprendentemente es la que quiere resucitar el secesionismo catalán aunque está tan bien tuneada que hasta buena parte del pensamiento de izquierda – que anda en estos años tan corto de resuello como el de derechas – la suscribe con entusiasmo.
¿Qué emociones cívicas necesitan los estados postmodernos? ¿Con qué sentimientos queremos ensamblar la cultura cívica de nuestras próximas generaciones de europeos-españoles? Es un tema complicado, casi oceánico, pero queremos aportar aquí dos gotas que nos parecen valiosas para este océano.
El primer sentimiento que proponemos es la responsabilidad. O nos sentimos especialmente corresponsables de la felicidad de nuestros compatriotas no no hay nación. Interiorizar la comunidad política es la base de toda cultura cívica y ésta interiorización es una tarea de inteligencia emocional, no solo ni principalmente de derecho constitucional.
De aquí la profunda contradicción ideológica que encierra denostar a papá estado y querer que haya patriotismo. Una patria es patria en la medida en que su Estado es papá – o mamá – ni más ni menos, lo demás son prácticas de buena gobernanza que es otra cosa. Por eso no nos cansamos de repetir que la solidaridad no es una actitud voluntaria y altruista sino la base de toda comunidad política vigorosa.
Por ejemplo, como he señalado alguna vez, la sociedad catalana es realmente responsable, de manera singular y específica, del bienestar de todos los españoles y no puede renunciar a esta responsabilidad ni con un referéndum a favor de la irresponsabilidad, ni subsumiéndonos a los aragoneses o a los gallegos en la categoría general de ciudadanos de la Unión. La secesión es una irresponsabilidad moral e intelectual y nunca estaremos suficientemente agradecidos a esa gran parte de la sociedad catalana – la bien plantada – que intuye o sabe esto y asume su responsabilidad histórica. Gracias, otra vez, por resistir, es decir, por sostener la dignidad moral de Cataluña, y perdón si a veces no os lo ponemos fácil.
La segunda emoción que quisiera proponer para la nueva cultura cívica española – a mitad de camino entre el 12 de octubre y el 6 de diciembre – es la alegría política. Esa a la que se refiere la cita de Hölderlin.
La juventud española no está triste. Pero de milagro, porque recibe constantemente invitaciones a la tristeza nacional por parte del sistema educativo, de la clase política y de los medios de comunicación, es decir, de sus profesionales. El que asturianos, andaluces y vascos compartamos un futuro común debería llenarnos de alegría – de entrada –, de alegría sobre todo, y luego ya vendrá la conciencia de la corrupción y el debate sobre cómo erradicarla. De ahí la tropelía política que supone alimentar una y otra vez en los jóvenes españoles el juego de las dos Españas o de las balanzas fiscales como punto de partida de la conciencia política.
No es la memoria histórica sino la ilusión histórica – bien informada – , es decir, la alegría cívica por un futuro de proyectos en común – esa misma que durante 40 años solo han vendido los nacionalismos locales – lo que vertebra una educación para la ciudadanía. Que entre esos planes esté la reparación a toda víctima es lógico, es imprescindible, pero que la reparación de víctimas sea el alma mater de todo proyecto de futuro compartido que España ofrece a su juventud es un error, un formidable error.
Desde este foro invitamos a la ciudadanía española a hacer del próximo 6 de diciembre una fiesta de la responsabilidad que unos españoles tenemos para con con otros y de la alegría política que ello tiene que suscitar en nuestros corazones.
Ignacio Quintanilla
Vicepresidente